DESENCUENTROS
Tengo ya más años de los que quisiera recordar y a veces, sólo a veces, siento como si ellos fueran los que me llevaran a mí y no al contrario. Fruto de mi largo tiempo de peregrinar por esta ancha tierra he adoptado muchas costumbres, la mayoría malas, y entre ellas una destacable, que no sé si es la peor, pero sí es ciertamente poco ética, y es la de clasificar a mis nuevos amigos según el relumbrón que pienso que su estela va a imprimir en mi alma. Y si bien en ocasiones he dudado entre una y otra clasificación, no es menos cierto que el tiempo me ha dado la razón en más ocasiones de las que me ha hecho caer en el error. La clasificación es bien sencilla y creo que muchos se encontraran inmersos de lleno en una de mis categorías deseando saltar a otra en alguna ocasión, y otras veces cómodamente instalado en la posición en la que el azar les ha colocado.
En primer lugar están esos amigos del alma, los que se pueden contar con los dedos de una mano, son los que verdaderamente piensas que jamás te van a fallar y no es su perfección la que les coloca en ese altar frente a tus ojos, eres tú mismo el que los necesitas allí, a tu lado, siempre. Si cae alguno, se te rompe el alma en mil pedazos. Luego están los “amigos de toda la vida”, aquellos que no necesitas ver todos lo días para saber que están ahí, ésos que después de meses o años te volverán a ver y siempre arrancarán una sonrisa de tus labios y el convencimiento de que pronunciarás la palabra “amigo” con todas sus letras. En tercer lugar están esos amigos, del ahora, los nuevos, los del momento. Algunos quizás se queden, de otros sólo habrá un recuerdo bonito o no, que la mayor parte de las veces se fundirá con la memoria.
Los demás son meros conocidos, los que con suerte te llenarán tu entierro.
Con Manuel cometí un error; su fulgor me hizo pensar que era una de esas raras estrellas que llegan a tu vida para quedarse, y estaba convencida de ello. Tal era la luz que irradiaba que quise dotarle de lo más bellos dones y rendirle tributo dejándole abiertas de par en par las puertas de mi alma. Cometí el error de los confiados, de los que aman demasiado, puse la amistad en un lugar tan elevado que ni él ni yo pudimos llegar a alcanzarla y se quebró.
El azar, con su habitual sorna quiso que un día mientras dedicaba libros, un hombrecillo tímido se acercara a mi lado a pedirme una firma. No era uno de esos días en los que me siento espléndida, extrovertida y deseosa de agradar, al contrario, evitaba mirar a la cara de los allí reunidos para que no apercibieran el profundo hastío que aquella tarde me coronaba como reina de las letras. Pero ante todo era el trabajo y ese era el mío, el que me daba de comer y satisfacía hasta mis más ínfimos caprichos. Lo único que realmente deseaba era que la tarde se deslizara áspera pero tranquila, pero ni eso pude lograr.
- ¿No me recuerdas Ana? – dijo una voz más allá de la punta de mis dedos.
- “Una vez más la tan manida frase ¿Pero cómo me voy a acordar yo de nadie si veo a cientos de personas al cabo del día?”, pensé con hastío.
Dudé entre la mirada sorprendida- agradada de “no tengo ni puñetera idea de quién eres” y la simple ignorancia. Pero intuí que la segunda opción iba a ser desafortunada, pues como pude observar por el rabillo del ojo, el viento había hecho estragos en mis fieles y escasamente me quedarían cinco, así que tomé fuerzas de mi ego, por entonces bastante crecido, y me enfrenté a aquella cara desconocida con mi mejor máscara de persona agradable.
- ¿No te acuerdas de mí?, volvió a decir aquel personaje no muy alto y de pelo ralo que me miraba a través de unos grandes lentes...
- No recuerdo... comencé a decir, pero aquellos ojos... aquellos ojos me retrotrajeron veinte años atrás. No puede ser, me dije.
- Soy yo Manuel, me dijo como si eso lo clarificara todo.
- Un suave destello rozó mi alma y por un instante recordé ...
- Lo siento, perdóneme pero no le recuerdo, - El siguiente, por favor, ¿Cómo se llama señora?.
En primer lugar están esos amigos del alma, los que se pueden contar con los dedos de una mano, son los que verdaderamente piensas que jamás te van a fallar y no es su perfección la que les coloca en ese altar frente a tus ojos, eres tú mismo el que los necesitas allí, a tu lado, siempre. Si cae alguno, se te rompe el alma en mil pedazos. Luego están los “amigos de toda la vida”, aquellos que no necesitas ver todos lo días para saber que están ahí, ésos que después de meses o años te volverán a ver y siempre arrancarán una sonrisa de tus labios y el convencimiento de que pronunciarás la palabra “amigo” con todas sus letras. En tercer lugar están esos amigos, del ahora, los nuevos, los del momento. Algunos quizás se queden, de otros sólo habrá un recuerdo bonito o no, que la mayor parte de las veces se fundirá con la memoria.
Los demás son meros conocidos, los que con suerte te llenarán tu entierro.
Con Manuel cometí un error; su fulgor me hizo pensar que era una de esas raras estrellas que llegan a tu vida para quedarse, y estaba convencida de ello. Tal era la luz que irradiaba que quise dotarle de lo más bellos dones y rendirle tributo dejándole abiertas de par en par las puertas de mi alma. Cometí el error de los confiados, de los que aman demasiado, puse la amistad en un lugar tan elevado que ni él ni yo pudimos llegar a alcanzarla y se quebró.
El azar, con su habitual sorna quiso que un día mientras dedicaba libros, un hombrecillo tímido se acercara a mi lado a pedirme una firma. No era uno de esos días en los que me siento espléndida, extrovertida y deseosa de agradar, al contrario, evitaba mirar a la cara de los allí reunidos para que no apercibieran el profundo hastío que aquella tarde me coronaba como reina de las letras. Pero ante todo era el trabajo y ese era el mío, el que me daba de comer y satisfacía hasta mis más ínfimos caprichos. Lo único que realmente deseaba era que la tarde se deslizara áspera pero tranquila, pero ni eso pude lograr.
- ¿No me recuerdas Ana? – dijo una voz más allá de la punta de mis dedos.
- “Una vez más la tan manida frase ¿Pero cómo me voy a acordar yo de nadie si veo a cientos de personas al cabo del día?”, pensé con hastío.
Dudé entre la mirada sorprendida- agradada de “no tengo ni puñetera idea de quién eres” y la simple ignorancia. Pero intuí que la segunda opción iba a ser desafortunada, pues como pude observar por el rabillo del ojo, el viento había hecho estragos en mis fieles y escasamente me quedarían cinco, así que tomé fuerzas de mi ego, por entonces bastante crecido, y me enfrenté a aquella cara desconocida con mi mejor máscara de persona agradable.
- ¿No te acuerdas de mí?, volvió a decir aquel personaje no muy alto y de pelo ralo que me miraba a través de unos grandes lentes...
- No recuerdo... comencé a decir, pero aquellos ojos... aquellos ojos me retrotrajeron veinte años atrás. No puede ser, me dije.
- Soy yo Manuel, me dijo como si eso lo clarificara todo.
- Un suave destello rozó mi alma y por un instante recordé ...
- Lo siento, perdóneme pero no le recuerdo, - El siguiente, por favor, ¿Cómo se llama señora?.
0 comentarios:
Publicar un comentario